Ramón Artagaveytia: un uruguayo en el Titanic

14/06/23 | Documentos históricos, Historias uruguayas

Hijo de María Josefa Gómez Calvo, dama oriental nacida en Montevideo en 1806, y de Ramón Artagaveytia Urioste, vizcaíno que arribó a estas tierras desde su Santurtzi natal, donde había visto la luz en 1796, en aquel País Vasco que tan prominentes linajes desplegó en nuestro Río de la Plata desde tiempos virreinales, Ramón Fermín llegó al mundo en 1840, tiempo para el que su padre estaba establecido ya como un próspero empresario marítimo que con su “bergantín nombrado Eduardo” capitaneaba rutas comerciales hacia las Islas Malvinas con el aval de Manuel Oribe, presidente de la República.

Ligado a los vaivenes oceánicos estaba, pues, desde el origen, el destino vital de Ramón Fermín, que para 1912, cuando dio su postrer adiós al mundo en las aguas del Atlántico, contaba ya con notoria experiencia en naufragios célebres, pues todavía podía contar, no sin estremecerse, la historia del hundimiento del vapor América en 1871, la embarcación más lujosa que alguna vez realizara el trayecto entre Montevideo y Buenos Aires, y de cuyo incendio fatal en el Río de la Plata sobrevivió nuestro protagonista, entonces un joven de treinta años de edad, braceando por su vida en el trecho que separaba de la costa uruguaya aquel palacio flotante en llamas.

“Cerré los ojos y me embarqué”, escribiría Ramón cuarenta años después a su hermano Adolfo, en una de las hojas membretadas que a disposición de los pasajeros se encontraban a bordo del transatlántico más legendario de todos los tiempos: el RMS Titanic, donde Artagaveytia viajaba en primera clase a la par de algunos de los hombres más prominentes de su tiempo, y de otros centenares de anónimos y variopintos inmigrantes. “Todo cuanto diga de él es poco”, narró entonces Ramón, “seducido por el tamaño de este vapor de cuarentaicinco toneladas que hace su primer viaje”.

Era el apogeo de una época dorada. A la vuelta de la esquina asomaba ya la Primera Guerra Mundial y su laberinto de trincheras, pero en 1912 las noches del Océano Atlántico todavía se encantaban con los brillos y los vapores de las decenas de transatlánticos que unían Europa y América con sus cargamentos de riquezas y esperanzas, transportando millares de almas hacia el recreo europeo o hacia al futuro americano, en buques que competían en vigorosa carrera de opulencia y velocidad.

El Titanic emprendió su viaje inaugural con destino a Nueva York el 10 de abril de 1912, en el puerto inglés de Southampton, recalando ese mismo día en la ciudad francesa de Cherburgo, donde embarcó Ramón, poniendo fin a su travesía turística por la Europa continental. Un día después, “on board RMS Titanic”, escribió a su hermano Adolfo: “está fresco como el Río de la Plata y, al mirar para arriba, me hace el efecto de estar al pie de una casa de cinco pisos”.

La misiva fue despachada en la última escala portuaria del transatlántico, en la ciudad irlandesa Queenstown. Tres días más tarde, el Titanic, con la herida fatal provocada por un iceberg, dormiría ya en el lecho del océano sus sueños de magnificencia, pero la carta continuaba el viaje al Uruguay. Recibida en Montevideo por Adolfo, constituía ya la última declaración de un hombre cuyas letras eran el eco de una vida que había llegado a su fin.

“Mujeres y niños primero” indicaba la máxima marítima, síntesis de aquella época construida en el honor y la caballerosidad como ejes de compostura, y Artagaveytia no faltó a la cita: se fue a pique con aquellas “cuarenta y cinco toneladas” y otras mil quinientas almas, pero las aguas heladas del Atlántico no eran las veraniegas del Río de la Plata que acogieron en su lecho al América en 1871, ni brillaban cerca las luces de Montevideo. A los setenta y dos años, Ramón Artagaveytia encontró su fin en el Titanic.

Dos meses después de aquella fatídica noche de abril de 1912, los restos mortales de Artagaveytia regresaron al Uruguay, rescatados de las aguas en las jornadas posteriores al naufragio, identificados por sus pertenencias y repatriados por gestión del cónsul uruguayo en los Estados Unidos, y el 18 de junio fueron sepultados en el panteón familiar del Cementerio Central de Montevideo, donde hasta hoy descansa en la paz de su sueño de bon vivant. Ha quedado, para la historia, este último testimonio suyo, que será ofrecido en subasta por la casa Zorrilla el próximo día viernes 30 de junio.

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