Por Susana Giménez
China, mi personaje inolvidable. Recuerdo la primera vez que la vi, en un pasillo del Teatro Astral, y la impresión que entonces me provocó. “Ella es alguien”, pensé. Alta, con su pelo todavía rubio, divino, envuelta en una capa negra. Tan solo verla entrar inspiraba respeto. Así conocí a China. Nuestra amistad comenzó una temporada en Mar del Plata, cuando hacía no mucho que China vivía en Buenos Aires y yo debutaba en el teatro con Las mariposas son libres, junto a Rodolfo Bebán, Osvaldo Cattone y Ana María Campoy, que aquel verano viajaba a México. Pero la obra era un éxito tan tremendo que no se podía parar, y a China le tocó la tarea de reemplazar a Ana María en la que fue su primera obra teatral en Argentina.
Enseguida tuvimos una conexión muy fuerte, y nuestra amistad fue automática. Nos amamos desde que nos vimos, y descubrí en ella a la persona más simpática, adorable y graciosa que yo haya conocido, una caja de Pandora llena de juegos y humor con la que jamás te podías aburrir, dueña de un estilo y una generosidad increíbles, tanto en el escenario como en el Edelweiss, donde íbamos a comer después de la función.
Fue China quien me aseguró que yo tenía que dedicarme a la comedia, y viniendo de ella, que para la comedia tenía un timming de nacimiento, de esos que no se aprenden, fue un momento importantísimo para mí, que entonces tenía veintipocos años. Con China aprendí que la comedia es un solfeo, donde el remate es un trabajo de precisión que surge naturalmente, y que nada de eso se aprende en una academia. Era un don que ella recontra tenía, y tuvo la generosidad de hacerme saber que yo también, en el comienzo de nuestra amistad.
Una cosa es repetir un texto, y otra es saberlo contar. China fue la primera standupera que vi en mi vida. Hacía stand up en mi casa, de forma espontánea, y todos nos volvíamos locos por escucharla y nunca la dejábamos marcharse, aunque fueran las seis de la mañana y la China se metiera en el ascensor, queriéndose ir. ¡La sacábamos del ascensor, pidiéndole que por favor nos contara una anécdota más, que por favor se quedara! Y no la dejábamos ir.
Todo lo que tenía, lo traía de nacimiento. Su soltura, su confianza, su gracia para tratar con la gente sin ningún pudor. A veces, en el teatro, terminaba las obras y se sentaba en el proscenio, con los pies colgando, y se ponía a monologar o a hablar con el público. Y al público, por supuesto, no se le ocurría irse ni moverse. La obra había terminado, pero ahí se quedaba China, en el escenario, cerca de la gente, preguntándoles, con esa voz maravillosa, qué les había parecido la obra. Nada de eso era común en esa época. Si había alguien más que hiciera algo parecido, nadie lo hizo como China Zorrilla.
Para China no había diferencias en el trato, y con su enorme empatía y su curiosidad inagotable era capaz de encontrar la riqueza en cada persona. Era paquetísima de nacimiento, sí, tocaba el piano y hablaba veintiocho idiomas, había vivido en Londres, en París y en New York, y era una ciudadana del mundo, pero si un día se sentía sola le alcanzaba con bajar a la calle y sentarse en el puesto de flores a leer el diario con el florista. “China, estás loca”, le decíamos. “La gente pasa y me saluda”, nos respondía.
Su departamento en Buenos Aires, en la calle Uruguay, tenía un pallier privado que ella usaba como baulera. ¡Había que entrar por la puerta de servicio! Y si bromeando, al entrar, yo le preguntaba si algún día me iba a recibir por la puerta principal, me respondía con un “No puedo… ¡No tengo dónde poner las cosas!” Aquel departamento era una extensión de la propia China, era su reflejo: sencillo, pero poblado de cosas lindas, donde cada objeto tenía una historia que contar, desde los libros hasta las mesitas plegables que movía de un sitio a otro, con ese estilo ecléctico total y simple a la vez, que tan bien la definía. Era hippie y era paqueta, en una sintonía única, indiferente al valor de las cosas materiales de las que elegía rodearse. Así vivía, entre los regalos de sus fans y las obras de arte del gran creador que fue su padre, al que tanto admiró siempre.
Pocas cosas eran tan geniales como visitar a China en su casa, donde siempre nos podía esperar con una sorpresa o con las circunstancias más inesperadas, espontáneas, que nacían de su enorme amabilidad y generosidad. Podía suceder, por ejemplo, que un día fuésemos y nos encontráramos con un señor que no conocíamos, sentado en la sala y mirando la televisión. “Es el plomero”, nos explicaba. “Dice que todavía no vio mi película, así que lo puse a ver Elsa y Fred”.
China era una bohemia que jamás iba a aparecer con el mejor juego de té del mundo para acompañar los chocolates y las cajas de bombones que le llevábamos y que tanto le gustaban. Pero eso a nadie le importaba, porque con China la cuestión era simplemente escucharla hablar, o verla jugar al backgammon con la duquesa de Tamames. Todo eso era en sí mismo un espectáculo.
Jugaban con Tita casi todos los días, mientras conversaban y fumaban, con aquellos cigarrillos que se iban consumiendo enteros en las manos distraídas. No me puedo olvidar de aquellas cenizas larguísimas a punto de caer, y de cómo yo le alcanzaba el cenicero diciéndole “¡China, por favor, me ponés nerviosa!” Pero era más fuerte que ella, y ahí mismo se ponía a contarte una obra de teatro entera, o las anécdotas más brutales. Nunca sabíamos de dónde las sacaba, pero nos aseguraba que todo era verdad, que solo adornaba un poquito. Y eso es un don. Para un actor es un don fundamental.
Dueña de un mundo interior riquísimo, de una chispa de creatividad inagotable y de una energía increíble para proyectar su personalidad. Así vivió China su vida, restándole importancia a muchas cosas. No le importaba el dinero. No le importaba la ropa. Zurcía sus infaltables pañuelitos que siempre llevaba al cuello, se cosía su ropa ella misma y todo le que quedaba bien, como a una reina, que cuando tenía que salir de gira se subía a aquel auto viejo y allá se iba, manejando, sin que nadie pudiera resistirse a ese encanto, a esa personalidad con la que había nacido. Porque en China ninguna de estas cosas era aprendida. Todo lo traía consigo. Son cosas que no se pueden prestar ni enseñar.
China, de quien no conozco persona que pueda decir que no la adoraba, fue y será insustituible. Es cierto que nadie en la vida es reemplazable, y con China sucede lo que ocurre siempre con los grandes a quienes tanto se ha admirado y querido. ¿Quién podría reemplazar su gracia natural, ese don de Dios, ese regalo de la crianza? China fue, es y será única, como es único el lugar de privilegio que ocupa en nuestra cultura rioplatense. Era uruguaya, y era argentina. Su talento, que fue irrepetible, no tiene fronteras y trasciende el tiempo. Como dice el tango, “no habrá ninguna igual”.