Por Carlos Perciavalle
En aquel tiempo, cuando en las clases de literatura llegábamos al Siglo de Oro Español, nos mandaban al Teatro Solís. Así que ahí estaba yo un día, sentado solo en un palco bajo, esperando que empezara la función de Don Gil de las Calzas Verdes. Fue entonces que vi a China por primera vez, entrando en el escenario vestida de hombre. Y me flasheó, mucho más que cuando veía a las estrellas de Hollywood o de Francia en los festivales de cine de Punta del Este.
Tanto me gustó, y tan fascinante me pareció, que sin pedir permiso entré al escenario y pregunté dónde estaba su camarín. La encontré y la felicité. Yo tenía quince años y ella diecinueve más, pero nos hicimos íntimos inmediatamente. Esa noche, después de estar riéndonos un largo rato, me invitó a almorzar a su casa al día siguiente. Dije que sí, por supuesto, y a partir de ese momento jamás dejamos de encontrarnos en todos lados. Congeniamos en una química brutal. Creo en esas cosas. La nuestra fue una relación que venía de otro mundo.
Visitar esa casa era fantástico. Su madre, la Bimba, era una mujer absolutamente inteligente y genial que tenía un talento insuperable para hacer humor con lo inesperado, como subrayar las partes más cursis y ridículas de alguna novela de Corín Tellado para luego leerlas en voz alta y hacernos llorar de risa. Allí conocí también a José Luis, ese hombre increíble, ese artista único. Llevaba una vida maravillosa. Se levantaba temprano, caminaba hasta su taller, pasaba la mañana trabajando en sus obras y luego se ponía un traje impecable con el que volvía a su casa a almorzar, espléndido, tan buen mozo y sencillo.
No conocí una persona más buena, más auténtica, más honesta y más divertida que China. Era el prototipo de aquella expresión, para mí muy verdadera, de que existen nada más que dos clases de personas: las que cuentan con lo que tienen y las que cuentan con lo que les falta. China era siempre de las primeras. Ella contaba con lo que tenía, que era mucho, por supuesto. Y lo mismo hacía con la gente. Muchos dicen que fuimos madre e hijo. Pero fue al revés. Yo la sentía como una hija, queriendo protegerla, porque tan generosa era, tan dada, tan abierta, tan infrecuente era la bondad y la amplitud de su corazón.
Con el tiempo nos tocó compartir el escenario. Fue lo mejor que me ha pasado. En 1965 nos fuimos a Estados Unidos, donde presentamos Canciones para mirar de María Elena Walsh, que más tarde trajimos a Montevideo y Buenos Aires. ¡Cuánta diversión aquellos años, y qué espectáculo era China en la noche de New York! Teníamos millones de amigos, íbamos al teatro, a las discotecas de moda, bailábamos y nos divertíamos como locos. A mí me tocaba sacar a bailar a las modelos más divinas, y aquello era tan cómico… Yo que soy más bien de un metro treinta con aquellas mujeres altísimas, mientras China, sentada en un banco de bar, con su collar de perlas y su traje típico, quedaba rodeada de hombres que lloraban de risa con todo lo que ella decía, fascinados con su brillantez.
China tenía un modo completamente personal a la hora de acercase a la actuación, con una facilidad única y excepcional. Todo eso que se dice, de que hay que estar dos o tres horas antes, concentrarse… Bueno, yo soy un poco así. China no. China era capaz de llegar al teatro tres minutos antes de que empezara la función y en un segundo entrar en el personaje a la perfección. “No hago nada, me pongo la gorra y salgo”, respondió un día Pedro López Lagar cuando le preguntaron cómo hacía para entrar en el personaje. Y China era así, se ponía la gorra y salía, siempre perfecta, siempre maravillosa, con su sentido del timming que era único.
Cuando presentó La Gaviota mucha gente la criticó, porque ella había elegido interpretarla en tono de comedia, contrario a la costumbre local de interpretar a Chejov con pausas, con silencios, siempre trágico y pesado. Más tarde tuve la oportunidad de ver La Gaviota interpretada por el Teatro de Arte de Moscú en Los Ángeles, sentado al lado de Montgomery Clift y Julie Harris, uno de esos lunes en que la compañía hacía funciones para los actores. Los rusos, mientras actuaban y largaban aquellas frases, iban haciendo millones de cosas en la escena, como la cosa más sin importancia. Entonces comprendí lo que China había hecho en Montevideo.
El diario privado de Adán y Eva fue un show mágico, que tradujimos y compusimos juntos, acompañados por Federico García Vigil y su música. Era un papel que yo quería hacer de cualquier manera. La idea original era para ser interpretada por una chica jovencita, monísima, y un muchacho espléndido, buen mozo. “Bueno, lo vamos a hacer Carlitos y yo.” Y el éxito fue brutal. ¡Así era China! Con esta obra recorrimos muchos países, la llevamos a los lugares más inesperados. En Argentina fuimos desde San Ramón de la Nueva Orán hasta Tierra del Fuego, pero no ciudad por ciudad, sino pueblo por pueblo. Empezamos en el Teatro Liceo y terminamos en una cancha de bochas, y en todos lados fue una locura.
A mí me tocaba el cierre. “Eva se murió ayer, yo sabía que un día iba a morir. Y ella siempre le pedía a Dios ser la primera de los dos en irse Y ahora que Eva no está, comprendo algo que no comprendí antes. Me pareció tan horrible que nos echaran del Paraíso. Ahora sé que eso no tiene ninguna importancia. Porque donde fuera que Eva estuviera, ahí estaba el Paraíso.” Con ese monólogo, mientras barría las hojas, a veces no podía evitar ponerme a llorar. ¡Y cómo me rezongaba China! “¡No quiero que llores!”, me decía. “Es mejor aguantar.” Y yo le decía que no podía, que por qué había escrito esta letra tan maravillosa. “Tenés que aguantar, es mucho más emocionante si aguantás.” Y así era, si lograba aguantar. ¡Y qué diferente era la emoción del público entonces! Ella tenía esa intuición.
A China la tengo viva en el corazón, y me cuesta mucho asumir que ya no está. Sé que cuando termine de escribir estas líneas voy a tener el impulso de llamarla para contarle las cosas que dije. Me sigue pasando hasta hoy, en esta casa en que vivo y que China eligió para mí hace ya muchísimos años, cuando vivíamos en New York y yo me quería comprar una casa en los Hamptons. “Es lindo”, me dijo. “Pero si querés saber lo que es el paraíso tenés que ir a la Laguna del Sauce.” Y se cumplió.
Ese día yo estaba en Punta del Este tomando sol con María Elena Walsh. Salía de bañarme en el mar y me tiraba en la arena, con la cabeza apoyada en una bolsa en la que me había traído cincuenta mil dólares de la temporada en Buenos Aires. ¡Qué tiempos, qué inconsciencia! Pero qué tiempos maravillosos. Ese día, en la Laguna del Sauce, encontré mi paraíso, el lugar donde vivo y espero morir algún día. Estoy recién en los ochenta pero me siento de dieciocho, y lo que me toque vivir lo voy a pasar acá, cerca del jardín donde también hicimos Adán y Eva, frente a mil trescientas personas que venían hasta acá todos los días. Tengo conmigo la carta en la que China me dice que este era el lugar en que íbamos a envejecer juntos. Siempre la llevaré en mi corazón, en este paraíso que ella eligió para mí.