Durante la primavera de 1939, los ecos de una guerra lejana no lograban modificar sustancialmente la vida en las capitales del Plata. Sólo se apreciaba la preocupación de aquellos que temían por la suerte de familiares y amigos en una Europa que retomaba el camino de la autodestrucción. Sin embargo, el rito nocturno de las familias rioplatenses ya no era el mismo. Alrededor de la radio y en la intimidad de sus hogares, los adultos combinaban las emociones provocadas por la fantasía del radioteatro con las del drama real del conflicto bélico. Mientras los niños desplegaban sus ejércitos de juguete, las ruidosas transmisiones de onda corta de la BBC creaban una sensación de distancia tan grande que nadie en Montevideo o en Buenos Aires podía imaginar lo que se avecinaba.
Pocos días antes de que Alemania invadiera Polonia, largas columnas de camiones aguardaron su turno para descargar en el muelle de Wilhelmshaven los pertrechos destinados al acorazado Admiral Graf Spee. Su comandante, el capitán de navío Hans Langsdorff, observó la magnitud de la operación desde el puente, presintiendo el destino de su nave, que permanecía sellado y lacrado en el sobre con las órdenes secretas recibidas en Berlín. Con su tripulación de casi mil doscientos hombres y sin el tradicional bullicio de la partida, puso proa hacia el Atlántico Norte con las últimas luces del 21 de agosto de 1939.
Los cielos de Europa se oscurecieron y el inicio de las hostilidades sorprendió al Graf Spee en medio del océano. Langsdorff anunció a su joven dotación la inminencia de la guerra. No había tiempo para reflexionar pues el buque debía ser aligerado y preparado para cumplir su misión: interferir el tráfico mercante enemigo evitando el contacto con unidades de guerra.
Desde los primeros días de septiembre hasta comienzos de diciembre, el Graf Spee se convirtió en un fantasma perseguido por británicos y franceses en la inmensidad del Atlántico Sur y del Índico. La sagacidad de su capitán, combinada con ingeniosos trucos de camuflaje, le permitió hundir nueve cargueros ingleses, enviando al fondo del mar un total de cincuenta mil toneladas, sin causar víctimas en sus tripulaciones ni dejar pistas sobre sus futuros movimientos.
Indudablemente, el incremento en el número de sus presas aumentaba las posibilidades de un encuentro frontal con los buques de guerra enemigos y, luego de casi cuatro meses de navegación sin tocar puerto, se hacía necesario el regreso a Alemania. Sin embargo, Langsdorff decidió dar un último golpe y tomó rumbo hacia el Río de la Plata desde donde, según la información interceptada, se dirigía un gran convoy con destino a Inglaterra.
El comodoro Harwood, comandante de la División Sudamericana de la Marina Real Británica, también enfiló sus tres cruceros hacia la desembocadura del estuario, guiado por la posición de los dos últimos cargueros hundidos por el acorazado alemán y su intuición de cazador.
En la madrugada del 13 de diciembre, desde el Graf Spee avistaron una punta de mástil y una columna de humo. La señal de alarma sonó con intervalos cortos y lo que en un principio parecía ser el convoy buscado se convirtió en la fuerza naval británica. Reconocidos los cruceros HMS Exeter, HMS Ajax y HMS Achilles y divisadas las señales luminosas del primero pidiendo identificación, se izó el pabellón alemán como respuesta y los cañones del acorazado iniciaron su tarea, cuando navegaba a doscientas millas al este de Punta del Este.
Una hora después de iniciado el combate, el Exeter se retiró hacia el sur con grandes averías y un número considerable de bajas. Más tarde, el Ajax y el Achilles viraron hacia el este, cubiertos por una cortina de humo. Ya fuera del alcance de la artillería del Graf Spee, siguieron su estela hacia el Río de la Plata. La fase inicial y más cruenta de la lucha había concluido.
Langsdorff recorrió las diversas cubiertas y superestructuras de su navío, analizó los daños y notó la imposibilidad de hacer reparaciones con los medios disponibles a bordo. El acero perforado, la sangre de sus hombres y su pérdida momentánea del conocimiento durante el combate lo llevaron a tomar la decisión de dirigirse a Montevideo.
En la noche, luego de sufrir la persecución del Achilles, que efectuó sus últimos e imprecisos disparos frente a Punta del Este, el Graf Spee fondeó en el antepuerto de Montevideo. Se inició entonces una batalla diplomática con el fin de lograr que el acorazado permaneciera en aquel puerto neutral el tiempo necesario para su reparación. No obstante y para decepción del comandante alemán, el gobierno uruguayo sólo otorgó setenta y dos horas de estadía máxima.
Una vez enterrados los treinta y seis marinos caídos en acción en el Cementerio del Norte e internados los heridos en el Hospital Militar de Montevideo, Langsdorff quedó autorizado por Berlín a decidir sobre el destino de su buque y sus hombres.
En el imaginario popular se instaló la idea de una gran batalla final que podría ser vista desde la costa. Otros pensaban que vendrían submarinos alemanes y temían por una probable invasión. La “guardia” de curiosos era permanente en el puerto. Los patrones de las distintas embarcaciones ofrecían el viaje alrededor del acorazado por veinte centésimos. Los botes navegaban atestados de personas que superaban la carga permitida. Montevideo estaba revolucionada. No se hablaba de otro tema que no fuera del Graf Spee y las posibles alternativas para romper el bloqueo, luchar o quedarse internado en el puerto.
Finalmente, en la mañana del 17 de diciembre, en una maniobra encubierta parcialmente, Langsdorff transbordó casi toda su tripulación al mercante alemán Tacoma. Horas después, una de las estaciones de radio más importantes de la capital uruguaya se arriesgó periodísticamente y dio la noticia de que los alemanes hundirían su buque. Sin embargo, la mayoría de las personas que se dirigía al borde costero no estaba enterada de esta posibilidad. Si bien en esos momentos se jugaba el clásico del fútbol uruguayo, nadie quería perderse el “espectáculo bélico”.
En medio del desorden de autos mal estacionados, una multitud se amontonó a lo largo de la costa montevideana para ver la batalla naval, sin saber que quedaban solamente cuarenta y tres tripulantes a bordo del acorazado. Se calculó la presencia de doscientas cincuenta mil personas diseminadas entre el Cerro, el puerto y la escollera Sarandí hasta la rambla y las playas, una cifra impensada que alcanzaba casi a la mitad de la población de Montevideo.
En medio de ese escenario, el Graf Spee dejó el puerto y puso proa hacia el oeste, en dirección a Buenos Aires. Miles de personas pensaron que intentaba escapar hacia Argentina, huyendo del combate. Luego, el buque se detuvo y permaneció inmóvil durante media hora. La tensión creció y nadie sabía qué podía ocurrir. Recién a las 19:56, seis destellos, sus consiguientes detonaciones y una enorme columna de humo anunciaron el destino final del Graf Spee. Los corazones de miles de montevideanos se detuvieron pues pensaron que los tripulantes acababan de morir en su navío.
Durante la confusión y en medio del río, los marinos alemanes se trasladaron desde el Tacoma a dos remolcadores y una chata arenera argentinos que habían llegado para transportarlos a Buenos Aires. Durante la madrugada, Langsdorff los alcanzó en su lancha luego de un incidente con una unidad de la Armada Nacional.
Ya en la capital argentina y sin poder modificar la suerte de su tripulación, internada por decreto del gobierno, el capitán no demoró en unirse a su nave. Su decisión de quitarse la vida sólo se había pospuesto en beneficio de lograr que sus hombres fueran considerados náufragos, con el propósito de evitar la internación y regresar a su patria. De este modo, el honor y la humanidad de este militar de carrera constituyeron un toque de razón en la más inútil de las tradiciones humanas: la guerra.
Por Diego M. Lascano