Por Soledad Silveyra
Visitar a China era entrar en un reino mágico. Así la recuerdo, con esa energía impecable, haciendo cinco cosas a la vez y jugando a las cartas con una mano mientras con la otra atendía el teléfono, rodeada de los maravillosos óleos, dibujos y esculturas de su padre, que eran el reflejo de aquella infancia familiar tan nutritiva que China supo aprovechar y proyectar. Una y otra vez la vida de China me lleva a reflexionar sobre cuán consecuencia somos de nuestras familias, y de las responsabilidades que como hijos llevamos con nosotros. Siempre vi en ella lo que vale una educación, una cultura familiar, sea cual sea, mientras sea nutritiva.
Llevo conmigo la imagen de aquel departamento chiquito, modesto, pero revestido de las memorias de una vida maravillosa y donde podías, de un momento al otro, encontrarte con medio Buenos Aires. Allí se tomaba el té, se cruzaba a la confitería de enfrente, allí nos relajábamos, pasábamos letra y hablábamos de amores. China adoraba recibir gente en su casa, y aquello por momentos parecía una oficina, donde la gente entraba y salía lo mismo que en un club, donde ella y su gran amiga Tita Tamames formaban dupla o donde China, en alguna Navidad, era capaz de invitar a un vagabundo —como entonces se decía— a pasar la Nochebuena. Esos eran sus gestos.
Conocí a China en el año 1973, cuando comenzamos la producción de Pobre diabla con la dirección de Alejandro Doria y el libreto genial de Pablo Migré. Conocí entonces el encanto, la sensibilidad de una mujer muy afinada, de gran educación, muy viajada, con mucho mundo, lo que entendí entonces como la libertad hecha mujer. Yo era muy joven, tenía apenas veintiún años, y todo eso me generó una admiración muy profunda. Fueron momentos inolvidables, con aquellas escenas que improvisábamos en los colectivos, como inolvidable es también la frase “Ay, Quela, Quelita, yo le dije”, con que China, en aquel papel maternal, se dirigía a mí.
Todavía me conmueve, como entonces, repasar las fotografías de aquellos días. Ver mi mirada de admiración, las risas que compartíamos. Mi enamoramiento fue total. China interpretaba a mi madre en aquella ficción en la que nos conocimos, y creo no fue casual, pues en todo lo demás, a lo largo de la amistad que cultivamos desde entonces, ella fue, para mí, una verdadera madre, sabía y sincera. Una madre y una enorme referente que me enseño infinitas cosas. Referente, antes que nada, de cómo se debe ser con la gente. China, la que se daba cuenta de mis dolores, la que interpretaba mi interior, la que comprendía, sin yo tener que expresarlo, todo cuanto me estuviera sucediendo, con sus respuestas sanadoras que, en ocasiones, consistían simplemente en la palabra justa con la cual hacerme reír. Fue una mujer de una bondad pocas veces vista.
Compartimos el escenario muchas veces, y en ese trayecto vivimos juntas tantas cosas… Desde una amenaza de la Triple A, que en aquel tiempo mataba a diestra y siniestra —a la que ella me obligó a no hacerle caso, y tenía razón, porque muchas de esas amenazas eran falsas— hasta una temporada donde nos afanaba un empresario que tenía una pistola en el escritorio. No me lo puedo olvidar, aquel momento en que entramos en aquella oficina y China, como si de una obra se tratase, le tomó el arma y lo amenazó. “¡O nos pagás o me pego un tiro!” Y nos pagó. Para China la actuación era su forma de ganarse la vida, y fue su laburo hasta el final.
La China era la China, y transmitía sin esfuerzo eso que en los actores vale tanto: la empatía, la sensibilidad, el timming, captando inmediatamente ese silencio que está en el aire del teatro, que es el silencio de donde nacerá la risa. Todos eso lo sabía muy bien. Como siempre nos recordaba, para el actor, en el teatro, es más difícil la comedia que el drama. La comedia requiere generosidad, requiere saber que todo cuanto sucede en el escenario funciona como en una orquesta, donde todo depende del intercambio justo con el otro, con la energía del otro. Esa era su concepción del teatro, fundada en la generosidad, y es la que yo aprendí con ella.
Cada día con China era una aventura imprevisible y espontánea, llena de recursos. “Solita, vamos al Teresa Carreño que hay una muestra maravillosa de Antonio Berni”, me dijo un día en Venezuela, donde estábamos haciendo teatro. Llegamos, y China, como si nada, empezó a sacar fotos con flash. “Señora, no se puede usar flash”, nos explicó el señor encargado de la seguridad. “Pero mire, somos dos actrices rioplatenses, ella es Soledad Silveyra, es muy popular”, respondió China, y pidió que nos llevaran a hablar con el director. ¡Y lo consiguió! Pero en el trayecto por el Teresa Carreño, que es enorme, nos distrajimos con otra muestra, un documental sobre Dior. El director no nos habilitó las fotos con flash, pero nos abrió la puerta de esta otra exposición, en una sala vacía donde cabían mil personas. Entramos, y a los cinco minutos, cuando le comenté algo sobre lo que estábamos viendo, vi que China se había dormido. ¡Se me había dormido! Así era China.
Nuestro vínculo perduró hasta el final de su vida, cuando la despedí en el Palacio Legislativo de Montevideo. Pocos meses antes la visité en su casa montevideana de la calle 21 de Setiembre y recuerdo, sobre su secretaire, aquel portarretratos redondo, tan original, donde China conservaba una fotografía de nuestro paso por el escenario con la obra Gigi. Jamás voy a olvidar la emoción de aquel momento, de verme colocada en su cuadro de honor, junto a sus seres queridos.
Y la recuerdo a ella, ese día, junto a su hermana Inés. La recuerdo con su boquita pintada, perfecta, y no olvido cómo, en un momento de espontaneidad —seguían siendo, en espíritu, dos niñas— cantaron para mí, a dos voces, la canción que recorrió el Uruguay cuando la selección fue campeona del mundial de fútbol de 1930. Se la sabían de memoria, y me la cantaron entera, como lo habrán cantado siendo niñas. Porque en el fondo era una niña, una niña aventurera, la que nunca perdió la curiosidad. Una Alicia en el País de las Maravillas.
Contemplar los objetos que le pertenecieron y la acompañaron en su intimidad será para algunos una nueva visita, y para otros, quizás, un descubrimiento. Quisiera, especialmente, que la juventud que sé que la admira apreciara en este rincón lo que supone la simpleza, la simpleza de lo bello, de una vida construida con recuerdos de infancia, sin los grandes lujos que, uno podría imaginar, han de acompañar siempre a aquellas personas que alcanzan el renombre. No había lujos en China, en el sentido corriente de la palabra. Se hacía su propia ropa, y así andaba, con sus conjuntos que inventaba en media hora, con los que nunca perdía la distinción. El lujo, en China, era la sencillez. Dirán algunas filosofías que es ahí donde radica el verdadero buen gusto, y en la vida de China esta fue la verdad.
Hoy China está en mi mesa de luz, junto a mi madre y mi abuelo. Va a estar viva, porque lo está.