Cuando en 1934 Joaquín Torres García retornó al Uruguay, patria de la que se había despedido siendo poco más que un niño —en el tiempo en que Julio Herrera y Obes gobernaba el país desde sus elegantes salones de la calle Canelones, cuando aún no se habían cancelado las últimas páginas embravecidas del siglo XIX—, dejaba tras de sí un largo peregrinar. Desde España a París y Nueva York, muchos habían sido los caminos transitados por el artista, y muy vasta era ya su obra, forjada en la vanguardia de las grandes capitales del arte. Torres García había alcanzado entonces los sesenta años, pero la puesta en escena de su visión creativa completa —la del arte, la del discurso y la polémica— aún habría de tener su concreción mayor. Regresaba a un país y una ciudad transformados, y el terreno le sería fértil.
Cierto es que, a la hora de su desembarco, poco se conocía aquí sobre su obra y su mensaje. Pocos años bastarían, sin embargo, para que su acción diera el fruto duradero, así en lo concreto como en el ideal. Vivía Pedro Figari sus últimos años, abandonado ya el pincel y la labor, y la atención inquieta del medio artístico —tal lo recuerda José Pedro Argul en su fundamental obra “Las artes plásticas en el Uruguay— “se dirigió entonces hacia otros pintores de menor personalidad, y se quiso vislumbrar en unos y otros un nuevo señero, conductor o maestro. Pero la vuelta de Torres García arrasó con todo”.
Promediando la década de 1940, sumando discípulos y propagando doctrinas, fue que se irguió en nuestro medio creativo el bastión cultural que habría de fijar el nuevo rumbo artístico de las artes uruguayas: La Escuela del Sur, el Taller Torres García, elevando a su autor al sitial de maestro desde donde transmitir las enseñanzas y el resumen creador elaborado a lo largo de una vida: el Universalismo Constructivo, con su austeridad plástica, su fuerza geométrica y su poder simbólico, sintético y esencial, íconos, hasta el presente, de las más altas y ubicuas representaciones del arte nacional.

Lote 256. Joaquín Torres García. «Autorretrato.»
El triunfo de Torres García tuvo la singularidad de las batallas, a tono con un tiempo en que la Generación del 45, por su parte, desguazaba y reordenaba los antiguos emblemas de nuestra idea de nación. Multiplicando páginas, discursos, conferencias y exposiciones, el Taller tuvo entre sus principales cañoneras una publicación periódica que habría de llevar el nombre de Removedor, “líquido creado por la moderna industria, para los pintores, con el cual se puede limpiar la vieja y espesa cáscara de pinturas sobrepuestas e inadecuadas”. De tal modo se autoproclamaba en el primer ejemplar, clarificando intenciones.

Removedor. Junio, 1946.
Repasando sus veintiocho portadas, publicadas entre 1945 y 1952, se distingue una que, aun en su sobriedad, transmite sin falla la energía creativa que acompañó siempre a Torres García: la que reproduce su autorretrato, “hecho por el maestro para la carátula de la revista en ocasión de su cumpleaños que celebramos especialmente” —dejaría por escrito Sarandy Cabrera, pluma fundamental de Removedor, al entregarle el dibujo original a César Salaberry, en cuya colección familiar permanecería durante las próximas seis décadas, hasta la actualidad—: una austera y vigorosa acuarela sobre papel, ilustrada en la página contigua, que nos complace ofrecer hoy en subasta, a setenta y cinco años de su creación.