La ocasión tuvo su hora en la Isla de los Faisanes, sobre el Río Bidasoa, en la frontera que divide los reinos de Francia y España. Corría el año 1660 y Luis XIV conocía finalmente el rostro de su futura esposa: la infanta María Teresa, semblante anticipado ya por el monarca gracias al retrato en miniatura que —norma cortesana— le había sido con seguridad enviado a París desde la corte de los Habsburgo para contribuir a la elección de su nueva consorte.
Fue aquel día el último en que la infanta vería a Diego Velázquez, el autor de sus más célebres retratos y el encargado de dar esplendor al pabellón en que María Teresa comenzaría el viaje hacia la corte francesa, donde reinaría durante los veintitrés años que le quedaban de vida. Más breve sería el tiempo que le restaba al gran pintor, quien, con sesenta años y en la cúspide de su nombradía, no resistió los trajines del viaje y la tarea real: a la par que la nueva reina entraba en París, Velázquez volvía a Madrid y entraba en la eternidad. Llegaba a su fin el Siglo de Oro español, con sus cumbres literarias y sus triunfos de barroco monumental.
Toda tradición creativa pose, sin embargo, su contracara más íntima, y es el caso de la obra que hoy presentamos, enlazando el valor estético de su tiempo y las necesidades más cotidianas de quienes lo habitaron: un sugestivo retrato en miniatura de escuela madrileña, ejemplo notable de una labor artística en la que, en el siglo XVII español, participaban tanto los grandes maestros como los aprendices, ofreciendo a la nobleza una imagen transportable, privada, que una obra de grandes dimensiones no habría podido cumplir cabalmente.

Lote 342. Escuela madrileña, siglo XVII. “Duquesa de Arcos.”
La naturaleza íntima y utilitaria de estos retratos, funcional tanto a la hora de promover un enlace matrimonial como ante la necesidad de mantener viva la presencia de un ser ausente, es quizás la causa de que las autorías hayan caído, la mayor de las veces, en la oscuridad del anonimato. En otros casos —y tal es este, por gracia documental—, si desconocemos al retratista podemos, en cambio, conocer al retratado: María de Guadalupe de Lencastre y Cárdenas Manrique, duquesa de Arcos, Aveiro y Maqueda, la joven noble portuguesa que con fulgurante estrella entrara en Madrid al tiempo en que la infanta María Teresa y el maestro Velázquez abandonaban, con destinos diversos, la capital del imperio español.
¿Quién fue Doña Guadalupe, mujer cuya fama de políglota y erudita cruzó en vida los océanos —“única maravilla de nuestros siglos”, la definiría con rotundidad Sor Juana Inés de la Cruz— y que habría de morir orlada de panegíricos y oraciones fúnebres, con el renombre de haber poseído una cultura intelectual y religiosa excepcional? “Es una de las princesas de mayor piedad y sabiduría de nuestros tiempos”, sintetizó su contemporáneo Luis de Salazar y Castro, “porque el conocimiento de las ciencias y las operaciones piadosas han sido siempre su principal aplicación, viviendo hacia todo lo demás enteramente separada del siglo”.
Existen en España dos óleos de la duquesa Guadalupe. Uno de ellos, obra de Francisco Ruiz de la Iglesia, se conserva en el Museo del Prado, mientras que otro, atribuido a Juan Carreño de Miranda, se encuentra en el Monasterio de Guadalupe, donde la duquesa fuera sepultada tras su hora final. Presentamos en esta oportunidad un tercer retrato, donde la mirada sugerente de la mujer notable nos transporta a su pasado y mira nuestro presente, una vez más.