Al comienzo son los ranchos orilleros, de los bordes de la ciudad de Florida. Humildes viviendas de los suburbios vecinas a huertas y chacras; ranchos que en seguida van desgranándose a lo largo de caminos y senderos para internarse, cada vez más solitarios y lejanos, en las laderas de las colinas, en lo alto de un monte, perdidos en la hondonada. Ranchos que se van dispersando como puñados de semillas arrojadas al voleo por un sembrador desde lo alto, frutos nacidos de la propia tierra.
De esa existencia, de ese movimiento que paradójicamente parece detenido en el tiempo, extrae Cuneo la esencia de un modo de ser, de vivir. Su mirada no es de angustia o conmiseración: es activa participante de un mundo que no es el suyo, por ser ciudadano, pero que siente como propio por ser el de su tierra. Cuneo no se planta ante su tema como apologista o detractor de un modo de vida. Su postura es otra. Su visión mezcla la realidad con el misterio, la verdad con la poesía, lo temporal con lo permanente. Su aproximación, siendo auténtica, es mágica, transfiguradora, es lirismo.
A veces Cuneo deja que el tema abarque casi toda la superficie de la tela: el rancho se hace enorme y recita un monólogo que se dice a sí mismo. Otras veces, Cuneo se sitúa más lejos, y el rancho, al no ser aparente protagonista, pasa a ser integrante de un conjunto en el que figuran gente, cielo, árboles, matorrales, inicio del diálogo entre el hombre y su entorno. Empequeñecido, se aísla en la curva de un camino, expectante, cerrado en sí mismo, solitario, parece abandonado; es el silencio, es la armonía, trama y urdiembre que completan la malla vital.
El cuadro se despliega en líneas de fuerzas, entrecruzados de diagonales y curvas. Árboles y tierra, ranchos y cielo, parecen conmocionados por una fuerza intraterráquea. La tierra desde dentro aparenta agitarse, desperezarse, estirarse. Estable inestabilidad, hay lucha entablada para mantener el equilibrio. Los colores centellen, juegan entre sí, se apoyan y distancian, componen un melodía sin escisiones, vibrante pero sin estridencias. En ciertos momentos el óleo adquiere calidades de esmalte, se hace espeso, las huellas del pincel quedan profundamente marcadas, no hay espacios en blanco, el soporte desaparece bajo la capa de pintura aun en los momentos en que se afina y sutiliza.
Es el rancho que afirma su individualidad, el que se rebela ante la soledad, el que combate por seguir siendo en su lucha ante los elementos. ¿Vencedor? ¿Perdedor? No se sabe. Entretanto, en ese tramo de tiempo, está ahí, y adquiere signos de eternidad. Ranchos de Florida, ranchos del Uruguay, síntesis de un modo de vivir enraizado en los comienzos de nuestra historia nacional.
Nos identifican, nos marcan con su sello y al hacerlo nos individualizan, nos recuerdan nuestra personalidad, el más íntimo yo que en tantas raigambres llega hasta nuestro días; con su permanencia edifican nuestra permanencia, son parte de la médula nacional repetida a través del tiempo. Y surge de ello lo opuesto, oposición que no es contradicción sino complementación: en la particularidad del rancho reside su voluntad universalista pues es expresión del ser, del sentir, y eso no tiene fronteras.